Hermano mayor.

Siempre es un tipo grande, a lo alto o a lo ancho, con un aire grave y de mirada severa sin importar la ocasión, solo cambiante cuando hace algún chiste casi siempre malo o da una felicitación, casi siempre escasa. Para el hermano mayor nunca crecemos y para nosotros el siempre ha sido viejo. El que yo tengo me lo dio mi mama. Una mañana que no recuerdo pero que esta gravada en mi corazón, ella me dijo no sé por qué razón: “este es su hermano mayor, y usted le hace caso, porque ese es su hermano mayor”. Y se gravo para siempre, no por la profundidad de la frase, tampoco por el fastidio de tener más jefes, sino por el apretón en el brazo y los ojos pelaos con que me lo dijo.  Y eran tantos jefes, tantos que para descargar mis frustraciones infantiles me inventaba un interminable ejército de obedientes a las que solo yo podía dar órdenes: 

- usted, camine derechito 

– el otro acomódese la camisa 

– usted, sí, usted se me regresa, y se va hacer la tarea, mire que yo tengo mucho oficio aquí en el cuartel.  


Como si no me bastara con una mama vigilante y un papa firme, esta señora viene y me pone otro sargento. (Eso lo aprendí del cabo reyes). Pero no debo hablar mal de “este, mi hermano mayor”  de quien tengo conocimiento desde la infancia, en lo más recóndito de mis recuerdos, vívidamente, dándome dos cosas que jamás olvidare: un plato de arroz con huevo frito y la que supongo fue su primera orden para este recién llegado a la familia: “se la come toda”. Palabras dichas con la voz de un general de trece años. Desde entonces cargo el trauma de comer todo lo que me ponen en el plato y que me ha llevado a la obesidad. 

Pero con mi hermano mayor no todo ha sido así. Principalmente porque no se tiene un solo hermano mayor. En mi caso son cinco. Y cada uno con la idea que tiene más derechos de mandar al niño que los otros. Gracias a la vida que me mando a Pedro Miguel a recibir palos por mí. Y es que así es la vida. Los hay severos. Y los hay aleccionadores. Los hay consentidores y alcahuetas. Los hermanos mayores vienen de todos los tipos. Anoche nomas recordaba a Ponciano, el señor que atendía la cantina del Liceo Arístides Rojas, a quien por fin después  de treinta años casi exactos le conocí el apellido: García. Pero así lo conocimos todos, generación tras generación. Ponciano era el hombre que nos fiaba la empanada, los lápices, los caramelos y nos guardaba los cuadernos mientras dábamos una vuelta  con las carajitas. Incluso, en su kiosco, proporcionado por una conocida marca de refrescos que nunca recibió mayor decoración, de tamaño doble, tenía en un rincón un saca puntas de palanquita, con sus mandíbulas al aire, de esos que si te descuidas se comen todo el lápiz, que además era útil de campo de prueba para la calidad de los susodichos. El amigo Ponciano nos enseño una lección muy importante, algo que solo un verdadero hermano mayor consciente te puede enseñar: Paga tus deudas porque sino para la próxima que necesites te vas a joder. Y lo enseñaba de la mejor manera. Mantenía una publicación con los seudónimos de los profesores, obreros y allegados que no pagaban sus deudas de caraota, queso o molida. A nosotros nos aterraba pensar en ser publicados en esa lista macabra. Aprendí la lección muy bien  y por eso no uso seudónimos reveladores de mi identidad como eran el de Pam pam o el chino. 

Pero esto del hermano mayor nos perseguirá siempre, aunque  la realidad genealógica trate de decirnos otra cosa. Eso lo aprendí una mañana, un domingo en que me dedique a cocinar y servía el desayuno a mis hijos adolescentes. Mi primogénito había llegado tarde y pasado de tragos, aprovechaba la ocasión para dejar caer mis consejos y recomendaciones junto con las caraotas, las arepas y el perico, a lo que el muérgano respondió con la calma que solo él tiene: “Nooo papaaaa, no me regañes, pareces un hermano mayor”.


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