Amor secreto

Tenía 6 años cuando por primera vez la vi. La maestra nos llevó al laboratorio de ciencias para jugar a los científicos, siempre bajo la mirada atenta de la jefa del laboratorio y las tres chicas ayudantes, jóvenes estudiantes, ya en bachillerato, de otras escuelas que estaban en la nuestra para hacer su servicio comunitario. 

La rubia de larga cabellera, delgada y bella, con bata de científico, que trataba de orquestar el desorden que podíamos formar veinte niños, atrajo nuestra atención anunciando con voz solemne.

- Hoy vamos a trabajar con el método para determinar la cantidad de almidón en una galleta de soda.

Atrapada nuestra atención, continuo mientras sus ayudantes se afanaban en preparar vasos líquidos y galletas para todos nosotros, mientras que nuestro halcón vigilante no quitaba los ojos de encima de cada uno de nosotros y esa sensación nos obligaba a portarnos mejor que nunca.

- Para eso utilizaremos tintura de yodo, agua y un poquito de la saliva de ustedes, jóvenes.

Hoy día nadie pensaría en poner a unos niños de 6 años a trabajar con ese producto por muy inofensivo que sí así pareciera. Ya estando en el proceso de la identificación del almidón, uno de mis compañeros, no recuerdo quien, desvió su mirada a un rincón y en él estaba la más asombrosa novedad que pueden encontrar los ojos de un niño. La mirada del descubridor, atrajo de forma automática, cual imán, las miradas de todos, y así de repente cuarenta ojos estaban fijos en el rincón ocupado mientras a unos metros de nuestras cabezas la ciencia hacia su oficio sin esperar demasiada atención.

Había en el ambiente la sensación del asombro, nunca del miedo, a los seis años se tiene miedo a las sombras, al papa enojado y a nada más, por eso lo que estaba en aquel rincón del laboratorio fue visto con curiosidad, con poco asombro y sin nada de temor pues aún no había nacido ni tenía cabida en nuestro corazón el temor y el rechazo que nos infunden contra los muertos.

Allí en un rincón de laboratorio estaba, blanco perfecto, sin manchas ni defectos, un esqueleto.

Es muy alto, más aún cuando colgando en su perchero nos miraba con severidad de ofendida o defensiva. No sé. En ausencia de ojos es muy difícil determinar cuál es la mirada que alguien nos lanza.

Advertida por nuestra falta de atención a los prodigios de la ciencia y en un inútil esfuerzo por hacernos regresar a el mundo de la coordinadora del laboratorio quien seguía en su procedimiento sin atender a nada más, nuestra maestra dijo con tono tenebrosos y ánimo de infundir miedo.

- Si. Es el esqueleto de una persona de verdad, no es de plástico. Ahora dejen de verlo que es de mala educación mirar a las otras personas por curiosidad.

Defensora de la educación y la verdad, con la mejor intención de ponerle un límite a nuestra curiosidad, más tarde la maestra nos informó en el salón al finalizar la clase.

- Efectivamente era el cuerpo de una persona que había estado viva, ese cuerpo había sido preservado con fines didácticos. Para que los niños aprendieran como son los esqueletos y que nada hay que temer pues los muertos están en paz.

Y al día siguiente nos llevó de nuevo al laboratorio para darnos nuestra primera clase de anatomía donde nos explicó cómo podríamos saber que efectivamente estábamos frente al cuerpo de una mujer. Nos demostró, no con poca risa de las niñas, como el tamaño de las caderas en una mujer era más ancho que el de un hombre, hizo un dibujo en la pizarra y todo todos entendimos que estamos efectivamente frente a una mujer, pues ella hizo comparaciones con monos, con perros con gatos y con pajaritos. La maestra también aclaró que no había forma de saber a quién o qué persona había pertenecido ese esqueleto o cuál había sido su identidad, ni cuál había sido su aspecto antes de morir. 

Y desde ese mismo día me prende de aquel esqueleto. Y comencé a visitarlo todos los días a la hora del recreo. Entraba al salón de ciencias y me quedaba todo el rato viendo y pensando, imaginando la persona qué pudo haber sido o qué fue, quién vistió el esqueleto que estaba frente a mí, quien vivió en aquel ordenado y tintineante maravilla

Sin pensarlo comencé a hablarle, a contarle mis problemas infantiles y en un momento cualquiera a tocarlo; a tomar su mano, a colocarla sobre la mía, a juntar las suyas con las mías y sin yo darme cuenta una de esas manos estaba sobre mi cabeza, acariciándome, dándome consuelo. Ese mismo día me di cuenta que mi mamá no me quería. También encontré sobre mi cabeza una mano huesuda y tibia, vacía de carnes o sangre, pero si llena de amor. 

Esa mujer que ya no existía me daba todo lo que yo necesitaba a mis seis años. Paz, consuelo y tiempo, cada tarde, en cada descanso y en momentos libres me escuchaba y luego al crecer comenzó a escucharme en la noche. También en vacaciones, los sábados y domingos. 

Nunca nadie se enteró de mis visitas al laboratorio de ciencias porque la maestra estaba muy ocupada llenando boletas y reportes, la coordinadora de ciencias haciendo ciencia, para mi papá yo no existía, para mis hermanos era sólo un estorbo y para mi tía un error. Así fue pasando mi infancia hasta terminar la primaria y comenzar el bachillerato. Cuando llegó el momento de mi graduación de sexto grado y me di cuenta de que ya no podría volver a verla comencé a llorar. Mis compañeros pensaron que era un tonto, mi maestra que un niño sentimental, nadie comprendió mi tragedia. Entonces la última noche que pude entrar a la escuela, porque ya era un zagaletón de unos doce años, le dije a ella mi más profundo secreto. A quien era mi confidente en las tardes, mi consuelo en el recreo, la guardiana de mis dolores y mis lágrimas por las noches le dije lo que mi corazón se escondía, le conté mi más terrible temor, le dije entonces que la amaba.

Quiero decir que era un amor verdadero, yo tenía doce años, y a esa edad solo se puede amar con sinceridad, en mis sentimientos no había ningún rastro de temor, era una pasión libre lujuria; en mis palabras le dije que la amaba y la amaba con naturalidad.

Esa misma noche, me quede contemplado su blanco rostro y su mirada perdida solo iluminada por la luna que entraba por los ventanales. Y solo hubo silencio. Atribulado por su sonrisa impasible y su falta de respuestas a mis palabras hui de allí sin dirección hasta que me canse de dar vueltas sin sentido, sin darme cuenta que llegue a mi odiada casa. Allí y no teniendo respuestas, entre lágrimas le escribí una carta en las últimas páginas de mi cuaderno de inglés usando un agotado lápiz que encontré en cualquier parte. En esa misiva le contaba otra vez todo lo que sentía, lo que no le pude decir frente a frente. Y sin cartero que la entregara regrese a la escuela y entre sus costillas coloque la carta donde le decía todo lo que por ella sentía.

Después de esa primera carta no pude volver a entrar a la escuela, los maestros, el director, el personal de mantenimiento, los administrativos, todos desconfiaban de mí. Empezaron a decir que había perdido la razón que estaba loco. Pero nadie reparaba en el esqueleto que estaba en la esquina del salón de ciencias. Esa fue la razón por la cual sabiendo que se quedaba solitaria en vacaciones comencé enviar cada año una caja a la escuela. Lo hacía de forma anónima y cada vez desde un lugar más y más distante. Esa caja contenía en su interior una golosina junto con una carta de amor sin remitente ni destinatario, y con cada carta un pedazo de mí; cabello, sangre, uñas, todo aquello que en mis largos viajes se desprendía, algo que le pudiera demostrar que no la olvidaba, que en mis más difíciles momentos la recordaba y que dé a pedazos  a ella volvería; un tributo que mis sentimientos le otorgaban, que cada día la sentía, para que me recordara, le rogaba que no me olvidara que yo no lo haría. Que recordará que, si los niños no volvían en vacaciones, yo si estaba pendiente de ella, yo sí estaba atento a su necesidad, yo sí la quería.

Pocas veces logre conseguir una razón para volver a la escuela y tratar de verla. Nunca fue posible. En esas noches tan cerca y tan lejos de mi amada sufría tratando de ver en mis sueños las cuencas de sus ojos vacías, sus mejillas ausentes, el lugar donde debía estar el corazón y sufría fiebres atemorizantes deseando sus manos huesudas, sin carne, otra vez sobre mi cabeza y entre mis cabellos. Anhelaba su calor de sus abrazos y el contacto tibio de su inexistente piel. Y más aún, esperaba y deseaba su repuesta a mis propuestas de estar siempre juntos.

Hoy estoy en otro de los rincones olvidados del mundo, colgado como mi hamaca, lejos de las miradas curiosas, recordando mis días de infancia y por primera vez en mi vida recibo un pequeño paquete, un sobre sin remitente, despachado desde mi pueblo natal. Lo abro y encuentro envuelto en bolsa plástica un dedo ensangrentando, de inmediato lo reconozco, es de mi amada y con él una carta escrita en una hoja de mi cuaderno de inglés que dice.

- Te amo también. Poco a poco, pronto, estaremos juntos para siempre.


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