La historia objetiva de la nación reivindica como cierta la afirmación que
señala al territorio del actual estado Yaracuy y sus alrededores como fuente de
generosos yacimientos de oro. Si, oro, ese metal amarillo y reluciente que ha
sido la causa del nacimiento y caída de imperios, de la pérdida de vidas y sus
almas en la loca carrera por su posesión. La expresión fiebre del oro es
insuficiente para señalar la virulencia de esta enfermedad mental que aqueja a
grupos humanos, les hace preferir una onza de metal a un vaso de agua limpia y
les aniquila encerrándoles en su avaricia, que lleva a unos contra otros quienes
acaban por asesinarse mutuamente.
Cada mañana nuestros hijos en las escuelas nos recuerdan la primera parte
de esas verdad, en Yaracuy había oro; el himno del estado señala con dureza de esta
zona salió la riqueza que sirvió para pagar la construcción del último reducto
de la corona española en Venezuela, el castillo de San Felipe y al
emplazamiento de artillería que le hace juego, el fortín Solano, conjunto único
de arquitectura militar en la zona. Otra pista sobre la existencia de grandes
cantidades de oro en esa zona, está en las ruinas de San Vicente en la vía al
picacho de Nirgua, allí, a la orilla del que debió ser el único camino Real del
área, estaba ese cuartel con tropa profesional, nada de milicia o escuadrones
volantes, allí habían soldados del rey estacionados para cuidar la hacienda y
los intereses de la corona en la zona.
La actual pregunta es cuánto y en que concentración esta el oro. En tiempos
pasados debió ser mucha su concentración aunque en relativa poca cantidad o así
quedo grabado en la imaginación del pueblo, pues, cuando pensamos en el primer
alzado de estos valles, el negro Miguel, el rey Miguel, llega a la imaginación el
hombre negro, pequeño, de pantalones cortos, sin camisa y de testa coronada por
un grueso anillo almenado, hecho de grueso oro. La realidad es que la detención de varias
personas realizando minería ilegal en territorios del estado y sus adyacencias es
razón para afirmar que sí existe, de hecho, les decomisaron pequeñas porciones
del mineral; eso dice con seguridad que los conquistadores no se lo llevaron
todo, dejaron suficiente para que los colonizadores pudieran financiar sus
actividades ilegales de extracción, suficiente para que extranjeros en conocimiento
de ello pudieran cargar, ante los ojos ignorantes o complacientes, cantidades suficientes
para justificar el riesgo y financiar revoluciones, para aun dejar bastante, entrado
el siglo 21, para que podamos tener señales de su existencia. Es también
necesario especular que mucho de ese oro quedo en las gangas de las minas y en
terrenos no tocados por pobre o inaccesibles, porque en esos momentos no
existía las tecnologías para su extracción o lo restante no era suficiente para
financiar la empresa y sacarle provecho. Ahora que las tecnologías están disponibles
y la crisis hace viable casi cualquier emprendimiento por exiguas sean sus ganancias.
Nuevamente se hace posible su explotación de forma viable, pero surge la duda sobre
si la minería de este tipo será un negocio sustentable y amigable con la vida natural.
Al igual que a los habitantes en el arco minero al sur del país, a los
yaracuyanos se les plantea una interesante disyuntiva, decidir entre la paz de
estas tierras y el beneficio de la nación que exige la extracción del mineral,
lo que lleva a la deforestación de bosques, destrucción de tierras agrícolas,
la contaminación de los acuíferos más grandes de la zona, los ríos Yaracuy y Turbio,
la presencia de desecho químicos en sus aguas, el arrastre de desechos sólidos
y arena que causaran inundaciones y la
muerte de la represa de Cumaripa, que sería decretada con la misma fecha que la
ley que autoriza la explotación del oro
en Yaracuy. De todas, todas, es un mal negocio.
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