Domador de gallinas

 

A Favio Ariza

Guardian de libros

Por allá en los años ochenta vi uno de los espectáculos más interesantes que alguna vez he presenciado: un domador de gallinas. Fue cuando vivía en las afueras de Valencia, en un pueblito a orillas de la carretera, de esos que hoy se funden con las urbanizaciones frente a las autopistas, justo al lado de un centro comercial.

Un viernes por la tarde llego un extraño autobús de una marca indefinida, pintado con todos los colores y pinturas posibles, cargado con una lona que más parecía un trapo, seis ocupantes que tenían el aspecto más miserable, decadente y triste que pudiera haber visto antes, hablando en un idioma que no llegue a comprender. Confieso que para mí, el anuncio de la llegada de un circo hecha a pie, batiendo un tambor y a viva voz por uno de sus miembros, fue una emoción muy grande. 

Esa noche la imagen que yo tenía del espectáculo circense seria puesta a prueba; provenía de unas entradas gratis al “Gran circo Chino” y del espectáculo presentado por unos francocanadienses que vinieron a la ciudad con un circo sin animales, sin fortuna ni futuro.

La función duraba una hora; el payaso cobraba la entrada, acomodaba a los espectadores y casi no hacía reír; el anunciador afónico no sabía de magia; la contorsionista era poco hábil pero muy bella y la banda de dos músicos tocaba música triste; el acto principal eran dos simpáticos canes que compensaba el esfuerzo de sus amos.

Cautivo mi atención el acto antes del intermedio. Era el domador de gallinas. Anunciado con platillos y sin bombo este estrafalario personaje entraba a la pista con restos de maquillaje aun blanqueando su cara, pantalones de kaki y chaqueta a la que no se le veía el color porque estaba cubierta con la más peligrosa de las sustancias, nada mas y nada menos que una capa de cotufas.

Terminaba de presentarse y se introducía en la pequeña jaula que era más bien un gallinero rodante, en donde le esperaban sin el menos interés las tres peligrosas gallinas come carne, de cuello desnudo, plumas alborotadas y flacas. Por supuesto los diez únicos espectadores que formábamos el público, evitamos soltar la carcajada, era evidente que la vida del domador no corría peligro ante la presencia de las tres emplumadas que frenéticas buscaban comida.  

Contra todo lo esperado las gallinas atacaron con ferocidad, tratando de arrancar la cubierta de maíz del domador. Gritos fingidos, una banqueta y latigazos al aire ocultaron unos pocos granos de maíz lanzados con habilidad que calmaron el fiero ataque de las hambrientas. Luego de atendidas las heridas del domador la función continúo quince minutos más. 

El circo partió la madrugada del domingo. En silencio y sin anuncios, dejando atrás un rastro de plumas y huesos, solo se llevaron mis deseos de volver a ver a la ayudante contorsionista. 


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