El Preparador

El era muy diferente a quienes se dedican a este oficio. No solo en lo físico, causa por la

que ya destacaba entre sus colegas, con su metro ochenta y cinco, sus ojos azules, cabello

rubio, casi oro, unos labios carnosos, latinos, una hermosa sonrisa que solo aparecía en los

momentos más adecuados y una cola de caballo, le daban el aspecto de un turista alemán

recién llegado; si no; por sus ademanes finos y su exquisita educación que junto con una

piel bien cuidada y unos dedos perfectos y largos ocultaban sus treinta y cinco años.

Nunca logre entender como alguien tan lindo podía pasear conmigo, pequeña, de pelo

negro, con pantalones y franela de algodón y diecisiete años; por las calles de Barcelona

usando camisa manga larga y corbata, como si acabase de salir de la oficina. El me explico

en uno de esos paseos que su padre era un tipo clásico e incomparable, nacido en una casa

con vista al mar, la misma donde él vio su primera luz, quien le insistió siempre en vestir de

esa forma, como un homenaje a su madre, una sueca llegada por casualidad a estas tierras.

Nada en el delataba su origen. Nunca escapo de sus labios una leve imperfección ni siquiera

un “carajo” ceremonioso. Era increíble. Pero me sucedió. Ese hombre me sucedió.

Yo era estudiante de medicina y como otras tantas veces me perdí una práctica con los

cadáveres. En esta ocasión parecía que nada evitaría que me dieran una mala nota en la

Universidad. El profesor de patología encomendó la preparación de unas muestras de

tejido, asignado órganos a cada estudiante, para su posterior análisis en el microscopio. Me

correspondió la pituitaria. Faltando un día para la evaluación no existía sitio donde localizar

la preciada muestra. Mi compañera de residencia, al escuchar mi desesperación, casi sin

querer me sugirió que me acercara a un preparador. Que quizás con mis dotes de vendedora

de perfumes lo convencería. Su risa al cierre de la oración me dijo la satisfacción que sentía

por mi desgracia y el placer que le causaba mi desdicha, justificada por demás. Era yo un

fichero de domino que formaba un castillo de mentiras, y mis mentiras se caerían con el fin

del semestre y aplastarían a mis padres, profesores, compañeros y amigos. Todo quedaría al

descubierto; que había pasado los tres últimos años de fiesta en fiesta casi sin estudiar,

bebiendo licor más que aprendiendo.

Mi confusión, el calor y la necesidad de cazar las escasas sombras de la ciudad me llevaron

a las puertas de aquel local que ofrecía “Aire acondicionado” y tranquilidad en los

momentos más difíciles de la vida. Entre y hay lo vi por primera vez. Pensé que era un

gringo que estaba perdido o que había perdido un amigo. No logre ignorarlo. El me atendió

como a cualquier otro cliente. Pregunto en qué me podía ayudar. Sin pensarlo un instante le

conté mis tribulaciones. Sin aflojar una sonrisa contesto sin humildad que eso era muy fácil

de arreglar. Que tenía los instrumentos adecuados y la habilidad. Pues ocurría casualmente

que tenía en la parte de atrás un cuerpo al que aun no había preparado. Era perfecto. El y la

situación lo eran. Había llegado yo a una funeraria y tenía ante mí al más bello Preparador

de muertos.


Tomo su bata blanca impecable, su delantal negro muy limpio, guantes, tapaboca y bisturí.

Era todo un personaje. Con la habilidad que solo vi en cirujanos extrajo la preciada

muestra, la preparo entre los porta objetos y luego acomodo el nudo de la corbata al

inocente donador. Nada revelaba su anterior labor. Sin sonreír puso los cristales entre mis

manos mientras las sostenía entre las suyas. Mirando directamente a mis ojos solo dijo:

¡¡Ten!!;. Nada más. Ni antes ni después pronuncio alguna otra palabra. Salí corriendo

asustada. No sabía si él era un fantasma producto de mi desesperación. La muestra en mi

cartera decía que era real. Salí sin dar siquiera gracias. Obtuve la nota de “excelente” que

merecía tan buen trabajo.

Repuesta de lo sucedido el día anterior regrese a la funeraria para dar al Preparador las

gracias y algún dinero que aun tenía como recompensa por el favor que me había logrado.

Su frialdad, la falta de gesto, así como su silencio, solo lograron abrir mis nervios alterados

ya por el café y los cigarrillos del día anterior. Hablaba sin parar, no sé de qué cosas y sin

saber hacia dónde me llevaba esa conversación que más bien era un monologo

interminable, que abruptamente termino cuando el Preparador coloco sus largos dedos

sobre mis labios por primera vez y dijo: “Cierra la boca y has silencio para poder besarte”.

Esa tarde misma me hice su compañera de cama durante sus guardias en la funeraria.

Una tarde, unas semanas antes de mi graduación, le pregunte por fin lo que tanto había

tardado en querer saber. Porque me dio tantas cosas. No solo las muestras de esa primera

vez, un lugar donde dormir, el estar bien conmigo misma y la paz con mi familia. Su amor.

También sus secretos y las formulas para regresar a una vida normal. Lo dijo y ese día no,

lo entendí.

Hoy estoy de nuevo con él en la Funeraria en donde tantas veces nos amamos y en donde

siempre le confesé mis verdades. Y ese era su secreto. El podía oler las mentiras. Me

explico en aquella ocasión y en otras muchas, que los muertos no dicen mentiras, por eso

ellos tienen el olor de la verdad, que el olor con que la muerte nos invade es la mayor

verdad que existe, la única verdad universal a todos los seres humanos, y que cuando las

personas mienten tratan de aferrarse a una vida, a sus vidas, a sus esperanzas; que a eso

huelen las mentiras. Y que el día que nos conocimos yo olía a verdades, a solo verdades.

Cosa que nunca antes sintió con tanta fuerza en un ser vivo.

Hoy, lamentablemente, por fin lo entiendo. Diez años después de dejarlo, estoy entre sus

manos, sus dedos recorren otra vez mi cuerpo, lo exploran con el mismo amor de siempre y

esta vez con mas cuidado; sus dedos como aquella vez tocan mis labios, que esta vez están

en silencio. Por encima del transe que sufre mi cuerpo, el amor que he descubierto por el

Preparador activa mis sentidos y por eso presiento el olor de su mentira cuando la sonrisa

que pocas veces vi me dice casi tocando mis ojos: “Mi amor estas bella, tranquila, nadie

notara esas heridas en la cabeza, estarás preciosa como siempre”. “Serás el mejor trabajo de

tu Preparador”.

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